San Apapucio de Paula (Lard Lard Lard), un hombre solitario y excéntrico, es un experto en rezos matutinos y un predicador muy apreciado. Su vida transcurre al margen de cualquier sentimiento o emoción hasta que conoce a una hermosa y misteriosa llama (Sophia Constantino) a la que intenta convertir a la verdadera fe de Cthulhucristo para salvar su alma, debido a su innovador descubrimiento de que las llamas tienen alma. No obstante esta en concreto sufre una extraña enfermedad psicológica que le impide hablar y la mantiene aislada del mundo y la palabra de Aquel Que Duerme Eternamente.
• Duración: 02:17:42:81h
• País: Malasia
• Director: Agilburg Ebermunt
• Guion: Donatello Donaire
• Reparto: Lard Lard Lard, Sophia Constantino, el Ladrón Ciego
Pocas veces una película ha vulnerado tanto mi suspensión de la incredulidad. En su conjunto, “La mejor fe” posee las cualidades suficientes como para llevar al espectador a nuevos estadios de asfixia autoinducida. No en vano su desenlace final peca de demasiado original puesto que logra de una forma muy conseguida y acertada, hacer que nos demos cuenta de que todo lo visto una vez finalizado el film ha sido un viaje psicotrópico fruto del consumo excesivo de bayas silvestres por parte de un excursionista en California. ¿Qué tenía eso que ver con nada?
Me ha gustado mucho la forma en la que nos presentan al padre Apapapucio (Lard Lard Lard), como un fanático religioso holandés que lleva una vida solitaria y... em... un tanto peculiar. Es un auténtico experto en su campo: convertir paganos, pero verá como poco a poco su modo de vida cambia al encontrarse con un nuevo reto, inusitado hasta ahora: una llama, la cual sufre una extraña enfermedad que impide que se hablen personalmente, debiendo el santo expresarle la palabra de Cthulhucristo mediante pienso de distintas formas, colores y sabores; así como baldosas con símbolos que arroja contra el cuerpo de infieles.
Hay directores que viven de sus éxitos pasados, y directores que prefieren tirarlo todo por la borda, ponerse unas bragas en la cabeza, desnudarse y huir hacia el océano lo más rápido que les permitan sus escuchimizadas y peludas piernas. Lejos queda ya el Móscar que le dio a Agilburg Ebermunt reconocimiento internacional limitado a la pequeña localidad de Valdelarroyo. Algo que no impidió que el director haya parado de hacer películas desde entonces: solo hizo esta porque un par de amigos lo convencieron de que sería buena idea y le dijeron que no había cojones. Sin embargo, obviamente, no le ha devuelto el antiguo éxito. Yo diría que con su nueva cinta, Ebermunt solo ha dejado las cosas peor y se vuelve a quedar a las puertas (en esta ocasión bastante lejos) de la más mínima calidad cinematográfica…
Si alguien me pregunta por qué me ha gustado el film de Ebermunt, diré lo siguiente: para empezar Lard Lard Lard. El actor costraliano lo borda, realizando una interpretación tremebunda, gargantuesca, consiguiendo algo muy importante que es llegar al espectador y sentirse identificado con sus sentimientos fascistas, ultrarreligiosos y propensos a los arranques de ira fanática incendiaria.
Un protosanto experto en convertir a paganos y ateos, ayudado de sus tres monaguillos (una oruga llamada Fifí, una chica y un chino), descubre que las llamas tienen alma inmortal y se propone experimentar el asunto intentando convertir a una de ellas: Roncesvinda. Poco a poco, se irá forjando algo entre ambos, con un gran misterio siempre en el fondo: el de la santa trinidad de Azathoh, Cthulhucristo y el Cthugha santo. Así se presenta una película que, sin embargo, no se acaba por decidir entre la comedia, la acción (las persecuciones montados en gusanos estelares voladores son impresionantes), e incluso el musical repentino y fugaz que protagonizado por la llama en todo su esplendor llameril. Este desorden de géneros acaba provocando que lo que a priori se presenta como una historia puramente Hitchockiana acabe resultando una obra maestra que pocos han conseguido emular, combinándolo todo con una clamorosa precisión alquímica.
Ebermunt elige centrar el desarrollo de su película en la pareja protagonista olvidándose de todos los giros que en un principio la cinta puede realizar, siempre adelante y hacia la libertad como un ventilador o un bumerang. Así pues, durante n largas horas (dependiendo de lo que aguante esta basura) el espectador asiste a un espectáculo brutal impecable que, por desgracia, deja de lado uno de los principales conflictos de la película: ¿se pueden sacar los pepinillos del tarro sin que se pongan malos con el tiempo?; que ni siquiera en su resolución (donde, todo hay que decirlo, ni siquiera confía en la capacidad deductiva del espectador) es capaz de sorprender. El problema principal reside en unos personajes con los que resulta imposible empatizar, ya sea por lo poco “humanos” que resultan, especialmente la jodida llama, o por lo poco cotidiano de sus conflictos como el hecho de que sean continuamente ostigados por un clan gitano liderados por la vil Madam Jartá. Este alejamiento crea una barrera con cuchillas entre el espectador y la pintura que impide provocar ningún tipo de reacción emocional aparte del más profundo desprecio y algo de indiferencia.
Hay ciertos momentos en los que la tensión que sufre el protagonista la llega a padecer el espectador. Momentos incómodos, lugares en los que uno no debería estar, etc. Ya en sí, la caracterización del personaje de san Apapucio es curiosa de por sí: un hombre de cien años, con voto de pobreza y que aun así se permite cualquier lujo y con una forma de vida un tanto excéntrica después de haber hecho voto de no sentarse ni acostarse durante otros cien años. Pero aún así, lo que más me gusta es lo que uno acaba viendo entre líneas, siendo ahí cuando se ve su verdadero interior. Mirando más allá, ves a una persona horrible, sola, que en el fondo disfruta torturando a la pobre llama y que pese a que tiene bajo control su vida, no es capaz de tener una relación con una conífera, a pesar de sus innumerables concubinas. Ni siquiera consigue amar a Roncesvinda a la que (spoilers) arroja desde un campanario cual cabra, cansado (fin de los spoilers).
Su trama es otra de sus cualidades, adentrando al espectador en el mundo del fanatismo, la inquisición cthólhica, flagelaciones y los conocimientos que vamos viendo a través del propio san Apapucio, quien logra que lleguemos a palpar casi como él mismo hace, las carnes torturadas de los infieles, contemplando su belleza y lo que hay más allá. Sin olvidarnos también de la evolución que sufre el propio protagonista viajando a través de las estrellas usando puertas teletransportadoras.
Sin hacer olvido del resto del engranaje, me han gustado por partes iguales, destacando quizás un poco la interpretación de Sophia Constantino, la actriz que hacía de la llama, quien ya con una curtida experiencia parece que ni actúa, siendo un personaje también carismático, pese a que su rol casi de mero secundario.
Todo ello se hace mas disfrutable gracias a una magnifica fotografía que nos destrozará las córneas con tantos planos holandeses que vomitaremos mareados (despídanse de sus palomitas, fue una relación corta, pero intensa); acompañados, eso sí, por una fabulosa banda sonora compuesta mediante el ruido que producen datos crudos de imagen al ser reproducidos como sonido. Para la ocasión, se realizan unos temas muy llamativos, insignificantes y que son un tormento para el oído. Da gusto una vez acabada la película, volver a escuchar algunos temas como “Foto de un violín” o “Gif de sangre corriendo”.
Así pues, y válgase la redundancia, creo que pagar por ver lo nuevo de Ebermunt, quizás puede ser “la mejor fe”, pues desde luego hace falta un acto de fe para someterse voluntariamente a ese robo. Yo quedé tan satisfecho como cuando metes los dedos en un enchufe y encima repites.
Ni siquiera las superficiales y pretenciosas moralinas que se extraen de la novela consiguen quedarse en la cabeza tras su visionado en una película tan larga como olvidable que acaba por contagiarse de las “virtudes” de su personaje protagonista: horrible y descorazonadora en la forma, pero vacía, seca y desconocida en su interior. Y es que la mejor fe no es siempre la más atractiva…