Un cuento de Dadiván ambientado en Pork. He aquí la primera parte.
Pero los superhéroes tardarían en llegar, y había varias personas en El Gran Aceituno que tenían el entrenamiento necesario para saber qué es lo que estaba pasando y cómo tenían que reaccionar. Uno de ellos era el agente Verunnos. Y el agente Verunnos empezó a correr a toda velocidad hacia la sección de dulces..
Su problema es que era parte del cuerpo de policía de la capital y, claro, en la llamada “ciudad más malvada de la Thierra” una persona con aptitudes físicas ligeramente superiores a la media no iba a ser suficiente como para evitar conflictos a gran escala. Tenían que llamar a los superhéroes, cosa que ni siquiera estaba haciendo ahora Verunnos mientras se llenaba los brazos de bollería, se aseguraba de que el dependiente se había escondido en el obrador y comenzaba a atiborrarse.
Su trabajo no era lidiar con disturbios masivos, solo de hacer intermediario con los superhéroes, disuadir a criminales de poca monta, ayudar a los niños a cruzar la calle por entre los huecos que habían dejado dos coches en medio de un atasco y... atiborrarse de dulces.
Normalmente trataría de hacer algo más útil, pero en pleno ataque de ansiedad y carente de toda la disciplina que pudiera haber tenido antes de su traslado, la única respuesta de la que era capaz era introducir otro rollo de canela en sus abultadas mejillas.
Por suerte para los presentes, Verunnos no era el único entrenado para enfrentarse a la situación. El capitán Rodrigo Rivas y el sargento Jorge Taiga —exmilitares de las fuerzas armadas y navales de la milicia asturina, respectivamente— habían ido a El Gran Aceituno a comprar materia prima para preparar uno de los exagerados banquetes que cocinaba habitualmente el sargento sin motivo alguno. Ambos vivían la calmada vida de un civil (si bien es cierto que uno de ellos mataba a horribles monstruos mutantes de las alcantarillas diariamente en su trabajo), pero estaban más que preparados para lidiar con una pequeña escaramuza en un centro comercial. Tras una breve visita a la sección de jardinería, ambos se dirigieron al palé de los caliguchis que bailan y además hacen café, el epicentro de conflicto; dejando atrás a un par de señores de mediana edad que trataban de hacer una barricada con peluches, armados con pistolas de agua de alto calibre.
En dirección contraria a los militares se dirigía Emilia, caja de caliguchi que baila y además hace café en mano. Los comentarios que habían soltado los hermanos Cavallini por megafonía la habían hecho dudar, pero uno no llegaba a ser uno de los más afamados estafadores de todo Hankens sur haciendo caso a lo que decían los demás.
Emilia recorrió calmadamente los pasillos, llenos de compradores que estaban tan nerviosos que no eran capaces de darse cuenta de que podían salir fácilmente de esa carnicería dirigiéndose al mostrador, pagando lo que quisiera que llevasen encima, y no mirando atrás. Pero los lobos no se preocupan de las opiniones de las ovejas. Era su mensaje motivacional favorito, y se lo repetía a sí misma cada mañana.
Lo que no esperaba encontrar Emilia era un cachalote entre el rebaño de ovejas. Rogelia Larda seguía a medio camino de la pila de caliguchis que bailan y además hacen café, incapaz de seguir adelante por causa de sus inhumanas lorzas. El resto del pasillo estaba vacío. Nadie quería provocar a la bestia.
Rogelia dirigió la mirada hacia Emilia, como uno de los antiguos dioses contemplando su creación, y sabiéndola muy inferior a cualquier cosa que ella pudiese hacer o pensar. Pero aun así, Emilia tenía algo que ella quería y que muy probablemente no sería capaz de conseguir en su estado: un caliguchi que baila y además hace café. Se tambaleó en su dirección y se dirigió a ella con un tono amenazante:
—Dame eso, cerda —ordenó.
Emilia no habló. Sabía que no tenía tiempo de hablar. La mole de Larda se cirnió sobre ella dejándose caer mientras eclipsaba las luces del centro comercial y Emilia rodó bajo ella escapando en el último momento al aplastamiento. Recuperó el equilibrio aún con una rodilla hincada en el suelo y, sin quitar el ojo de su enemiga ni soltar su botín, se rasgó la falda para tener más libertad de movimientos. Si quería salir de ahí, tendría que ser a través de Larda, aunque fuera a ser como atravesar un monte Leverest de grasa.
Ella husmeó con fuerza antes de clavar su mirada en Emilia.
—Asqueroso gusano —le dijo—. Es el pelo... Odio el pelo rojo.
—Bueno, tú tampoco eres una maravilla, querida —replicó Emilia.
Con grito se arrojó sobre la enorme masa de mujer que era su contrincante y ambas chocaron en pleno pasillo entre las masas de clientes que trataban de huir.
Las puertas del centro comercial se abrieron de par en par cuando los primeros clientes empezaban a escapar como buenamente podían del pánico. Dos figuras los contemplaban junto a la furgoneta de acción rápida en la que habían llegado.
—Ah, tumultos consumistas, mi especialidad —dijo el más fornido de los dos, casi reventando su ceñido traje blanco haciendo posturas—. ¡Por algo me llaman Peaceful Friday!
—Lo que tú digas —replicó el otro sin apartar los ojos de tu consola—. ¿Te lo dejo a ti entonces?
—Estaría encantado, pero necesito a alguien que se ocupe del recibidor principal mientras yo voy al centro del tumulto, también es un punto caliente.
—¿Quieres decir que te espere en la furgoneta?
—Gameman, sabes bien cuál es tu deber.
Gameman suspiró.
—Cuando mis padres me dieron a escoger entre esto o estudiar derecho debí haber escogido estudiar.
Algo que no podría sino describirse como un “aura pixelada” rodeó a Gameman mientras se dirigía a la entrada de El Gran Aceituno. Sus ropas cambiaron a lo que parecía ser un gi, pero “más anime” mientras sobre su hombro derecho aparecía un mensaje que decía “Class Change!”. Peaceful Friday fue tras él, no sería la primera vez que uno de los superhéroes a tiempo parcial se da a la fuga antes de acabar el trabajo, y Gameman no parecía especialmente de fiar.
Dentro, en la sección de charcutería del hipermercado, Michool y Giuswagpe Cavallini roían con calma un trozo de panceta.
—¿Qué crees que diría mamá si nos viese comiendo en lugar de ir a por lo más caro y llevárnoslo antes de viniesen los superhéroes? —comentó Michool.
—Venga ya, si siempre nos está diciendo que somos unos enclenques y que no nos alimentamos bien —replicó Giuswagpe—. Esto es una parada para coger fuerzas, ya iremos luego a mangar ordenadores.
—Huh, tiene sentido.
—¡Eh, vosotros! —dijo una voz en la lejanía—. ¡Alto a la autoridad!
Los hermanos Cavallini saltaron del susto.
—Signore… per favore, puoi… ustede… dirci dove… la salida? ¿Sí? —se apresuró a decir Michool mientras se giraba. El truco del turista itaniano era su as bajo la manga.
Entonces ambos vieron a Verunnos, agarrando una baguette como si fuese su porra, sudando a mares por llegar corriendo desde la sección de bollería. Uno de los mangantes de poca monta que escavecheaban el centro no pudo evitar contener una risa mientras agarraba como buenamente podía una televisión extraplana.
Los hermanos Cavallini examinaron de arriba abajo y de izquierda a derecha a Verunnos, perplejos.
—Oye, si lo que quieres es la panceta no hace falta ponerse así, que nosotros ya nos íbamos —dijo Giuswagpe saliendo de su estupor.
—¡Lo que quiero es que pongáis las manos en alto y no opongáis resistencia, Cavallinis! Quedáis arrestados por fuga, resistencia a la autoridad, y mancillamiento de charcutería. Os preguntaría si vuestra madre no os ha enseñado modales, pero está muy claro que no.
La expresión de los Cavallini pasó de una cierta amabilidad a la ira.
—¿Qué ha dicho de nuestra mamá, Giuswagpe?
—No lo sé, Michool, nos lo va a tener que repetir.
—Rendíos ahora mismo.
Giuswagpe se sacó del bolsillo su puño de acero y se lo puso: cada uno de los nudillos tenía un puño más pequeño con otro puño americano. Michool, por su parte, empezó a agitar sus nunciakus italianos rematados en cabezas de potro de hierro.
—Así que así es como lo queréis, ¿eh? —respondió Verunnos soltando la baguette y agarrando un cuchillo de jamón tamaño katana que había en un exhibidor.
Se plantó en el sitio y levantó su improvisada arma para esperarlos llegar, pero fue inútil. Los dos ladrones, más rápidos que él, lo rodearon sin problema y empezaron a zurrarle de lo lindo mientras le robaban la cartera.
Tras un minuto de castigo necesitaron recuperar el aliento y Verunnos dio un paso atrás, ensangrentado.
—Espero que hayas aprendido a no meterte con las madres de los demás —le injurió Michool.
—No os saldréis con la vuestra —replicó Verunnos apoyándose en el cuchillo. Recuperó el equilibrio sobre sus propios pies y se volvió a poner en guardia, desafiante—. Hoy no.
—Déjalo, Michool, apenas puede tenerse en pie.
—Vosotros los criminales ya os habéis reído suficiente de la policía de esta ciudad y de su sistema judicial —continuó Verunnos—. Es el momento de retomar la mano dura: de salir a las calles a hacer nuestro trabajo como policías de verdad sin depender de unos payasos con capa. Y eso empieza hoy: aquí y ahora.
Los dos hermanos dieron un paso atrás, algo intimidados por la inesperada resolución del oficial.
—¡Hoy es el día! —gritó Verunnos y se abalanzó sobre ellos—. ¡Aaaaaah!
Al llegar, las cabezas de los dos itanianos se entrechocaron y una silueta blanca apareció tras ellos. Peaceful Friday detuvo el cuchillo entre las palmas de sus manos, haciendo que Verunnos rebotara contra el mango y cayera al suelo.
—¿Está usted bien? —le preguntó el superhéroe—. ¿Qué le han hecho estos malhechores? Si puede andar, diríjase a la salida.
Verunnos abrió la boca, quizá para responder, pero para entonces el héroe ya se había ido directo al núcleo de la catástrofe.
En las cajas, Uriel y Jimmy registraban a toda velocidad los productos que los aterrados compradores habían sido incapaces de dejar atrás en su huida. Una tercera caja estaba siendo atendida por Chad-Li, el culturista jino. Ningún otro cajero se había atrevido a ocupar su puesto de trabajo, a pesar de las incesantes amenazas de la encargada.
Gameman montaba guardia en las cajas desiertas, mandando bolas de qi —idénticas a las que salen en “¿¡A que no me lo dices en la calle!?”, el juego de lucha clásico— a aquellos que intentasen salir sin pagar. Esta amenaza era suficiente para disuadir a la mayor parte de los compradores, pero varios saqueadores habían escapado sin que Gameman hiciese mucho por remediarlo.
Jimmy estaba a punto de desplomarse. Había cogido ese trabajo simplemente para pagar vicios, no estaba preparado para ese nivel de atención al público. El nerviosismo de los compradores y el espíritu consumista dadivaneño le exigían registrar productos a velocidades que no creía posibles, al igual que no creía posible que toda esa gente se dejase llevar por el espíritu de las fiestas y vaciase los estantes a pesar de estar en peligro mortal.
Uriel vio el estado de ánimo de su joven compañero desde la caja contigua, y se dirigió a él sin desatender la caja:
—¡Venga chaval, arriba esos ánimos! ¡Que lo peor ya está pasado!
Uriel señaló al stand de las bebidas espirituosas. Aún eran pocos, pero por fin se podían ver los primeros compradores que habían conseguido hacerse con un caliguchi que baila y además hace café y salir con vida del epicentro del conflicto.
Jimmy sonrió ligeramente.
Al otro lado del local, el palé de caliguchis que bailan y además hacen café había sido tomado por Nicoleta y algunos otros compradores que había considerado lo suficientemente competentes como para no apuñalar por la espalda por acercarse demasiado a su alijo. Guiados por el pánico, las órdenes de la mujer del moño, y la irresistible tentación de los caliguchis que bailan y además hacen café; los atrincherados lanzaban cuchillos, sartenes y ollas a todo el que se acercaba a la montaña de cajas sobre la que estaban subidos.
La situación estaba en punto muerto: los que tenían los caliguchis que bailan y además hacen café no podían salir, y los que no los tenían no estaban dispuestos a salir sin ellos. Varios cuerpos sin vida de los primeros conflictos, poco después de la llegada del palé, aderezaban la escena.
El capitán Rivas y el sargento Taiga llegaron al foco del conflicto enarbolando sus palas, abriéndose paso entre una muchedumbre; a pesar de estar siendo golpeados por objetos contundentes, era incapaz de sacar los ojos del palé, protegido por un fortín improvisado de productos de menor categoría, estanterías y una fuente de agua.
—¡Esto es como en los videojuegos de zombis! ¡Jojojojojo! —bromeó el capitán Rivas, tratando de trivializar la situación.
El sargento no pudo evitar reír por la nariz ante el comentario de su marido.
Ambos ex-militares llegaron hasta el fuerte y se dirigieron a los atrincherados.
—¡Entregadnos los caliguchis o lo que sea —ordenó el sargento Taiga—, hay que acabar con esto!
Los atacantes, viendo que parecían estar de su parte después de todo, comenzaron a ver en qué quedaban las negociaciones.
Nicoleta no se dignó en mediar palabras y le lanzó una sartén antiadherente al sargento, que la esquivó grácilmente con un salto hacia atrás.
—¡Hay más como esa aquí arriba! ¡Alejaos de mi propiedad u os machacaré como los gusanos infectos que sois!
—Bueno, ya está —decidió Taiga alzando su pala—. Vamos a acabar esto de una…
—No tan rápido —dijo una voz a su espalda.
Taiga trató de mover la pala, pero una gran fuerza se lo impidió.
—¡Peaceful Friday! —gritó el capitán al ver la figura del superhéroe agarrando la herramienta.
—Deteneos ahora mismo, alborotadores —les dijo.
—Eh, no, creo que ha habido un error —comenzó Rivas.
—Suelta eso ahora mismo, muchacho —le espetó Taiga—. A mí nadie me va agarrando las palas.
De un tirón Taiga arrancó la herramienta de las manos de su contrincante y comenzó a girarse describiendo un arco con la pala. No obstante, Peaceful Day lo estaba esperando y, lanzando una patada en dirección contraria, arrebató la pala de las manos del sargento.
—Has cometido un error, chico, me has liberado los puños —espetó Taiga devolviéndole un derechazo—. Son lo mejor para pelear contra becerros como tú.
Peaceful Friday dio un paso atrás y sacudió la cabeza antes de lanzarse de nuevo sobre Taiga y los dos hombres se enzarzaron a puñetazos. A su alrededor, los clientes animaban a uno u a otro, apostaban caliguchis que bailan y además hacen café y se dejaban mantener a distancia de la reyerta por el capitán Rivas.
Después de un duro intercambio de golpes, ambos luchadores dieron un paso atrás, estudiándose el uno al otro.
—Eres bueno para ser un alborotador —admitió Peaceful Friday antes de escupir algo de sangre—: ¿cómo te llamas?
—Mozuelo, yo soy el sargento Taiga.
Peaceful Friday se quedó más tieso que con el más fuerte de los puñetazos que había recibido hasta ahora.
—¿Ese sargento Taiga?
—¿De cuántos has oído hablar, rapaz?
—Oh, señor, lo siento mucho, ¿dónde están mis modales?—respondió el superhéroe haciendo un saludo militar— Aprecio mucho su servicio combatiendo contra los monstruos de las alcantarillas.
—Déjate de saludos y de centellas, chico. Aún tenemos un conflicto que solucionar.
—¡Sí, señor!
El capitán Rivas los miró a ambos, mostrando una expresión a medio camino entre una sonrisa y una mueca de exasperación.