Nadia era una niña muy buena que vivía en un barrio de una ciudad cualquiera. Por desgracia, aunque ella trataba de portarse lo mejor posible, las cosas no iban bien en su casa.
Su padre no encontraba trabajo y se pasaba todo el día embobado delante del televisor como si estuviese en otro mundo. Su madrastra siempre estaba enfadada con ella y hasta le pegaba con la más mínima excusa, siempre en sitios donde no se viera. Y su hermanastra mayor no hacía más que reírse de ella y robarle sus cosas constantemente.
Nadia echaba mucho de menos a su mamá y deseaba que su padre hiciera algo para defenderla y sobre todo, sobre todo, deseaba tener una familia normal como sus compañeras de clase. Era muy callada y vestía con ropa vieja, así que no podía hacer amigas, pero si al menos hubiera una sola persona que la quisiera...
Un día, volviendo a casa del colegio, miró arriba y vio que ya habían colocado las luces de navidad en las calles. El estómago se le quejó un poco y se puso colorada de vergüenza, apoyándose tras un árbol. Tenía hambre, pero al mismo tiempo no tenía ganas de volver a casa a comer la misma comida precocinada de todos los días, desayuno, comida y cena. Ya era navidad, si solo pudiera, aunque fuera, comprarse algo dulce como sus compañeras...
Llegó a casa en silencio. Su padre seguía en otro planeta frente al televisor y aún faltaba para que su madrastra volviese de su trabajo. Llegó al cuarto de baño lo más rápido que pudo, cerró la puerta a sus espaldas y entonces pudo volver a respirar. Se puso a cuatro patas y alargó la mano hasta una de las baldosas de color indeterminado que había junto al lavabo y la levantó despacio. Debajo estaba su tesoro, un billete tan doblado que era diminuto y una vieja moneda que era todo lo que le quedaba de la última vez que había visto a su abuela.
Cogió el billete y se lo guardó en el bolsillo de la falda antes de empezar a colocar la baldosa de nuevo, pero en ese momento la puerta del baño empezó a abrirse y, al darse cuenta de que se había olvidado echar el pestillo se puso de pie como un resorte para fingir lavarse las manos.
—Ya estoy terminando —dijo.
Aun así, su hermana terminó de abrir la puerta como si nada.
—Sal de aquí —le espetó arrastrándola fuera para entrar ella y cerrarle la puerta en las narices.
Con el corazón aún latiéndole a toda marcha, se metió la mano en el bolsillo para apretar el dinero. Cerró los ojos y se dijo que no tenía tiempo que perder antes de salir corriendo fuera de la casa.
Fue a una pastelería en una calle por la que su madrastra nunca pasaba para volver del trabajo y aun así se aseguró de mirar tres veces antes de entrar con aprensión y mirar los escaparates.
No había mucho que su dinero fuera a permitirle comprar, pero entonces vio algo que le llamó la atención: un bonito elefante de mazapán. Sin pensárselo mucho más, se lo compró y, aunque hacía frío, se fue a un parque cercano a comérselo en secreto antes de que se hiciera más tarde.
Con las manos tiritando, Nadia abrió el envoltorio y, tras tragar un poco de saliva, dio un primer mordisco al mazapán. Estaba tan rico que no pudo resistirse y en un abrir y cerrar de ojos ya había dado cuenta de todo el elefante y el envoltorio ya estaba en la papelera.
Estaba sentada satisfecha en el banco, deseando que ese momento durara algo más para no tener que volver a casa, cuando le pareció oír su nombre entre los árboles. "Nadia...".
—¿Q-Quién es...?
—Nadia... —repitió la voz grave y ronca que no le resultaba en absoluto familiar.
—¿Quién es?
Y, a la segunda pregunta, se levantó un fuerte vendaval que la hizo gritar del susto y quedarse clavada en el banco. De pronto fue como si las hojas y las sombras de las farolas se coordinasen para formar ante ella la forma de un enorme elefante la nudo.
—No tengas miedo, niña —le dijo y ella solo pudo asentir—. Soy el mastodonte de mazapán. He visto por lo que has pasado y sé que eres una niña de corazón puro, por eso te concederé un deseo.
Nadia lo miró. Sabía que era imposible, pero lo único que quería en aquel momento era creer.
—Pue... —comenzó la niña—. ¿Puedes hacer que mi familia sea normal? ¿Puedes hacer que mi familia vuelva?
El mastodonte de mazapán permaneció en silencio por un instante.
—Nadia, lo siento, no puedo concederte eso, es imposible. Pero lo que sí puedo hacer es entrar en tu casa y aplastarlos a todos hasta hacerlos papilla, se lo merecen.
Nadia abrió los ojos como platos, aterrada.
—No... Eso no...
—Es la única solución, Nadia...
—No...
—Sé que ahora estas confusa, pequeña —dijo él, rodeándola con su trompa—. Pero piénsatelo: si en algún momento de verdad deseas que apareza y los pisotee hasta la muerte, solo tienes que llamarme.
—¡No!
—Hasta pronto, Nadia —se despidió finalmente el mastodonte de mazapán, desapareciendo en el viento.
Nadia volvió a su casa como si estuviera en control remoto y, cuando llegó, para ella no había pasado más que un instante preguntándose si lo que había visto, si lo que había sentido, era real y de verdad tenía el poder que le había prometido el mastodonte de mazapán. Aquella tarde apenas se percató de los abusos de su madrastra por haber salido sin permiso o de los insultos de su hermanastra antes de ir a dormir. En la oscuridad de la noche, incapaz de pegar ojo, solo podía pensar en lo que ella podía desencadenar.
Al día siguiente, cuando mientras iba a clase, mientras los profesores le regañaban por no prestar atención, mientras sus compañeros se reían de ella y mientras volvía a casa no pudo dejar de pensar ni por un instante en que de pronto cada una de sus palabras tenían el peso de una lápida y renegó una y mil veces de la simple idea de recurrir al deseo que le habían prometido.
Pero entonces llegó a casa y lo primero que pasó fue que su madrastra le dio una bofetada que casi la tiró al suelo.
—¿Qué es esto? —le preguntó enseñándole una moneda. Su moneda.
—No lo sé... —mintió Nadia.
—La he encontrado bajo una baldosa y Sara dice que ayer estabas haciendo al raro en el baño. —Su hermanastra sonrió desde detrás, satisfecha—. Tienes más escondido, ¿verdad? Dime dónde está.
—De verdad, eso no es mío...
—Mentirosa.
Nadia llamó a su padre cuando su madrastra la agarró del pelo y empezó a golpearla para intentar sonsacarle dónde tenía el resto del dinero imaginario. Esta vez no se estaba conteniendo y Nadia podía sentir cada golpe expandiéndose por su cuerpo.
De pronto se llevó las manos a la boca. Había empezado a decir "mamá", pero se había dado cuenta de que esa no era la palabra que sus labios habían querido articular.
Su madrastra la cogió de la solapa del abrigo y la levantó.
—Ya estoy harta de ver esa cara de holgazana que tienes —dijo cogiéndose el cigarrillo de la boca y empezando a acercárselo a la frente a Nadia.
—No, por favor...
—Si no me lo vas a decir por las buenas, es hora de que te enseñe una lección.
Cuando la colilla ardiente tocó la piel de Nadia, esta al fin no pudo resistirse ni un minuto más.
—¡Mastodonte de mazapán! —empezó a gritar—. ¡Mastodonte de mazapán, mastodonte de mazapán! —siguió repitiendo una y otra vez.
—¿Qué le pasa a esta niña? —preguntó la madrastra, asqueada, sacando su mechero para volver a encenderse el cigarrillo.
—Debe de haberse vuelto tonta del todo después de cagarse encima —respondió la hermanastra, riéndose.
Pero entonces toda la casa tembló y la sacudida hizo que Nadia perdiese el conocimiento. Pero lo último que vio antes de que todo se hiciese negro fue al mastodonte entrando en su casa y arrasando con todo a su paso.
Horas más tarde tenía una manta sobre los hombros y estaba montada en la parte trasera de una ambulancia mientras los sanitarios la reconocían. Aunque no se lo habían dicho directamente, había oído a dos agentes de policía hablar de una fuga de gas y de que no había más supervivientes. Ella no había dicho ni una palabra, no había derramado ni una lágrima.
El sanitario le dijo que todo estaría bien, que la iban a llevar al hospital para reconocerla. Cerraron las puertas y esa fue la última vez que Nadia vio su vieja casa, pero, mientras se alejaba, a lo lejos le pareció oír el barritar de una trompa.