25 dic 2019

Dadiván en el Gran Aceituno: primera parte

Un cuento de Dadiván ambientado en Pork.

Las compras dadivaneñas del veinticinco se saldaron con una tensa tarde de consumismo en el centro comercial El Gran Aceituno, donde una horda de compradores furiosos había arremetido ferozmente en busca del ansiado premio: “el caliguchi que baila y además hace café”, el producto estrella de la temporada. Tras una intensa campaña de anuncios en televisión, internet, radio, periódicos, el cielo y a gritos por la calle, toda la ciudad estaba convencida de que todo el que es alguien debía tener un caliguchi que baila y además hace café.

Esto, combinado con la fama de El Gran Aceituno de no atraer demasiada clientela fue un cóctel mortal: si bien en los mayores centros comerciales había muchísimas personas, eran también muchas las que trataban de evitar la hora punta yendo a centros comerciales menores. Al llegar las seis de la tarde, el aparcamiento se llenaba como un vaso de agua bajo el grifo mientras la gente se desbordaba de los coches, llenando el recibidor del centro.

Muchos de ellos fluían como un río alrededor de las rocas, especialmente la imponente figura de Rogelia Larda, enorme y rotunda mujer, que devoraba un sandwich sentada en una mesa en mitad del pasillo para recobrar fuerzas antes de volver a la carga ahora que se avecinaba el momento de que repusieran de nuevo los caliguchis que bailan y además hacen café.

Al otro lado de la muchedumbre, Uriel —un cajero con más de 40 años de experiencia en el sector— y Jimmy —un reponedor novato— cargaban con ayuda de una transpaleta un palé repleto hasta arriba de caliguchis que bailan y además hacen café. No se molestarían en colocarlos, no tendría ningún sentido arriesgar la vida y la integridad física ante la masa de ansiosos consumidores, incapaces de evitar abalanzarse sobre el nuevo producto estrella como un enjambre de langostas es incapaz de evitar aniquilar campos de cultivo a su paso.

La vasta experiencia de Uriel en el sector no dejaba de decirle que las cosas no iban a hacer más que empeorar.

—Escúchame bien, chico —dijo Uriel con voz rasposa—; hoy es el día del que te he estado hablando. Si tienes familia ahí fuera, vete; aún estás a tiempo de escapar.

—¿Pero qué me estás diciendo, viejo? —contestó el joven—. Esto va a ser coser y cantar, vamos, llegan, cogen los calipollas estos, y se van. ¡Y ya está!

—Quiera Cthulcristo que tengas razón… —respondió Uriel, mirando al suelo.

La multitud se apelotonó alrededor del recién llegado palé. Eran ovejas, ovejas sin dueño tambaleándose torpemente mientras se acercaban al comedero; y a pesar de que nunca había tocado ningún animal que andase a más de dos patas, Emilia Lapoint conocía de sobra a este ganado. Los únicos bienes que había sacado de su divorcio habían sido un par de posesiones en Extrangia que jamás volvería a visitar, el eterno desdén de su hija y un vago conocimiento de las disciplinas más “blandas” de la escuela de ninjutsu de su ex-marido. Les sacaba partido diariamente en su trabajo de vendedora a domicilio de anchainers y les iba a sacar partido ahora.
Emilia se adelantó a la aglomeración antes de que Uriel y Jimmy sacaran el palé de la transpaleta y cogió casualmente un caliguchi que baila y además hace café de una de las esquinas del montón, sin detenerse, pero sin acelerar el paso. Cinco largos segundos pasaron hasta que la mente colectiva de la multitud acabase por procesar lo que había sucedido, y se abalanzaran salvajemente sobre la montaña de caliguchis que bailan y además hacen café. La veda estaba abierta.

La marea humana comenzó a cerrarse como una onda inversa sobre el carrito, cercándolo por completo. Jimmy hizo por subirse a él, pero solo había trepado hasta la mitad cuando empezó a tambalear y un infierno de manos trató de agarrarlo, así que simplemente saltó sobre las decenas de personas, que apenas parecieron reparar en él mientras rodaba hasta el otro lado de la marabunta sobre sus cabezas y hombros. Se podría haber dicho que surfeaba la multitud, pero eso hubiera implicado un mínimo de gracia.

Cuando cayó al otro lado al fin reparó en algo: Uriel tenía razón, el viejo cajero tenía razón y ya no estaba. La muchedumbre lo había devorado, probablemente destrozado y…

—¡Vamos, chico! —gritó una figura barbuda emergiendo entre el bosque de piernas como un zorro arrastrándose entre los arbustos.

—¡Uriel!

—Este no es mi primer rodeo. Vamos, muévete.

—S-sí, claro, tenemos que hacer algo.

—Ya lo creo: abrir las cajas —y sin esperar respuesta alguna echó a correr hacia la salida.

Hasta ese momento la trifulca no estaba teniendo nada de lo normal: el codazo de rigor, muchas patadas en las espinillas, algún que otro mordisco… Pero todo se estaba descendiendo cívicamente sin deshacerse en un nivel insoportable de barbarie. No obstante, había fuerzas oscuras obrando en ese supermercado que no iban a permitir eso este día.

—¿Cómo? —sonaron los altavoces con un fuerte acento itaniano. Dos hermanos de frondosos bigotes habían reducido a los guardias y se habían hecho con la sala de control del centro.

—Lo que oyes —respondió Michool Cavallini, aguantándose la risa mientras se hacía pasar por un guardia—. La mitad de las cajas de caliguchis que bailan y además hacen café solo están llenas de piedras para calmar a la gente.

—Diox mío —replicó Giuswagpe—, no me gustaría ser uno de esos desgraciados que acaban con una de las cajas malas.

—Desde luego, no habría tiempo de encontrarlo en ningún otro sitio.

—¡Ay, diantre! —fingió—. ¡Esto está encendido! ¡Oh, no!

—¡Oh, no, sin duda!

Hubo un agudo pitido que se disipó en silencio al terminar la emisión. Todo el mundo pareció mirar al unísono los caliguchis que bailan y además hacen café, los unos a los otros y de nuevo a las cajas. Entonces fue cuando comenzó el verdadero pánico: nadie temía ya a la muerte.

Comenzaron a golpear a matar, a improvisar armas, una banda de compradores consiguió agarrar lo que quedaba del palé y empezar a arrastrarlo hacia un rincón donde pudieran hacerse fuertes. Entre ellos estaba Nicoleta, una mujer con un gran moño y unas pestañas tan afiladas que podrían sacar sangre; que había aprovechado la confusión causada por el mensaje de los Cavallinis para ir a la sección de cocina y volver armada hasta los dientes, todo a una velocidad literalmente sobrehumana.

Los dos hermanos rieron mirando las cámaras de seguridad y ajustándose los antifaces.

—Buen trabajo, Michool, es hora de aprovechar para robarlo todo ahora que van a estar distraídos un buen rato.

—¡Pringados!

Y al otro lado de la tienda Uriel ya había empezado a llamar a los superhéroes.

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