25 dic 2022

Alegato de Dadiván

—Ante las pruebas presentadas, fallo a favor del demandante, doña Coronada García y condeno a la defensa, don Gustavo Gómez, también conocido como Bastión Basto, a pagar la suma de treinta mil chens por los daños causados, así como las costas del juicio.

Y, con esto, el juez dejó caer su maza, haciéndolo oficial.

—¡Treinta mil chens! —se escandalizó un hombre enorme vestido con un traje que apenas podía contenerlo—. ¡Por romper una ventana!

Desde el banquillo de la defensa, lo miraron una señora de mediana edad entrada en kilos y un hombre alto con el pelo repeinado que lucía un traje a rayas horizontales.

—¡Y también por los daños morales! —exclamó entonces la mujer, que hasta ese momento había estado abrazando al otro hombre, su abogado.

—¿Pero qué daños morales?

—¡Mi Fufú no ha vuelto a ser el mismo desde entonces!

—¿Desde que rompí la ventana de su casa en llamas para rescatarlos a usted y a su perrogato?

—¡Exacto!

—Esto es inaudito… —se quejó Bastión Basto mientras abandonaba la sala.

Su abogado, que hasta entonces había estado oculto detrás de su mole, dio un paso adelante hacia la parte demandante. Al contrario que su contrincante, era un hombre bajito, con claras entradas y un traje poco llamativo.

—Maldita sea, Abelardo —le dijo a su alto colega.

—Señor Santodiablo para ti, Formíguez.

—Como sigas demandando a los superhéroes la ciudad se va a acabar cansando de pagar las indemnizaciones. ¿Y entonces qué?

—Solo me dedico a hacer mi trabajo —respondió Abelardo haciéndose el ofendido—. Si estas pobres gentes son avasalladas por unos brutos enmascarados es mi deber representarlas ante la ley y asegurarme de que, de ser necesario, reciben un justo castigo. Como ciudadano y como abogado, me niego a permitir que campen a sus anchas. Y es para mí un honor poder estar al frente en el campo de batalla de la justicia.

—Un honor y un beneficio.

—Nadie trabaja gratis, Formíguez.

Pero Formíguez ya se estaba yendo mientras maldecía.

—Maldito picapleitos…

Una sonrisa se dibujó en los labios de Abelardo al ver que había logrado tocarle una fibra sensible.

—Señor Santodiablo, muchas gracias —continuó su clienta—. No sé cómo agradecérselo. De verdad.

—Le llegará una factura —respondió Abelardo sin siquiera girarse a mirarla y salió de la sala.

Los pasos del abogado hicieron eco por el largo pasillo del juzgado. Abelardo se aflojó el cuello de la camisa con un gesto de satisfacción. A estas alturas ya estaba acostumbrado a ese tipo de victorias fáciles contra superhéroes que no eran conscientes del sinsentido que era el entramado legal de Pork, pero eso no lo hacía menos dulce. Si acaso, todo lo contrario. Cada caso que ganaba era como un bombón de diseño: único y delicioso.

—Señor, el… el reporte del mes —dijo una voz tenue y temerosa a sus espaldas.

Jacinto, un estudiante de prácticas tan alto como esmirriado, trataba de seguir el paso de su superior. A pesar de que le sacaba casi diez centímetros a su jefe, tenía que andar dando torpes zancadas para igualar su rítmico paso. Abelardo no se molestó en reducir su paso ni dirigirle la mirada a su subordinado.

—Te he dicho innumerables veces que no debes interrumpirme sin cita previa.

—Pero señor… necesito su firma para…

—Me niego a tratar asuntos de negocios fuera de mi despacho. Ya deberías saberlo a estas alturas.

—Pero señor… Usted me ha dicho que no quería ver en su despacho… a nadie que no hubiese pagado por una consulta legal…

—¿Y bien?

—Señor… Yo no… Usted no me…

—Si es otra vez sobre el hecho de que no recibes un sueldo, te recuerdo que es un privilegio trabajar para mi firma y que hay decenas de estudiantes que matarían por estar en tu posición.

—Entonces…

—Creo que ya te he dicho lo que espero de ti. Buenos días.

Y de ese modo, Abelardo salió del juzgado, dejando atrás a su becario.

Salió de los juzgados silbando alegremente mientras daba vueltas a las llaves de su coche en el dedo. Le había extrañado tanto como fastidiado que hubieran dictado sentencia en este caso la víspera de Dadiván, pero tampoco era como si tuviera otros planes que destrozarle la carrera a algún tipo.

Al terminar de bajar las escaleras y encaminarse a su coche, vio al fondo a una chica de unos dieciocho años de pie en la acera sosteniendo una carpeta rosa y con una identificación al cuello, mientras intentaba calentarse las manos con su propio aliento en aquel día de invierno. Entonces la chica lo miró a él y cuando sus ojos se cruzaron, él supo que no tenía escapatoria.

“Qué contrariedad”, pensó Abelardo mientras se sonreía.

La chica, entusiasmada de que alguien le hiciera caso, lo llamó a través de los metros que los separaban con la mano mientras ambos caminaban para encontrarse a medio camino.

—¡Hola! —lo saludó la chica con una amplia sonrisa—. Qué tal, yo soy María.

—Abelardo, para servirla —dijo él dándole la mano.

—No sé si has oído hablar de nosotros. Somos Cachorritos Huérfanos Internacional.

—No, cuéntame.

A la chica se le encendieron los ojos.

—Somos una ONG que se dedica a ayudar a cachorritos huérfanos de todo el mundo que lo están pasando mal en estas fechas dadivaneñas —dijo mientras le daba un panfleto que Abelardo estudió con atención.

—¡Vaya! —se sorprendió.

—Es buena causa, ¿verdad? ¿E-Estarías dispuesto a ayudarnos con una contribución?

—No.

—¿Eh? —preguntó la chica, más cortada que una mayonesa.

—He dicho que no.

—B-Bueno, seguro que ya aporta a muchas causas, p-pero esta…

—No, no aporto a ninguna.

—Ah. P-Pues siempre es un buen momento para empezar…

—Lo siento, Dalía.

—María.

—Pero creo que esto no es lo tuyo, sinceramente. Deberías buscarte otro trabajo.

—N-No, si yo…

—De todas las palabras que has dicho, no he prestado atención ni a una sola, solo te he dicho que no en un momento aleatorio.

—¿Eh? P-Pero sí…

—Mira, no te preocupes, seguro que ni siquiera vas a llegar a la cuota y entonces tendrás ocasión de buscarte otro trabajo de lo que quiera que hagáis las chicas sin estudios.

—¡Que estoy en la universidad! —respondió ella con los ojos húmedos.

—Nunca abandones tus sueños. Ten mi tarjeta por si en algún experimento al que te sometas por dinero te causan daños graves.

María, entre confusa y angustiada, cogió la tarjeta por acto reflejo, la miró y luego volvió a levantar la vista para ver como Abelardo Santodiablo se montaba en su coche negro como medianoche pulida y arrancaba para salir del aparcamiento. Pero justo antes de irse, el abogado bajó la ventanilla y tiró por ella el panfleto arrugado a la calle.·

La conciencia de Abelardo brilló enteramente por su ausencia, tanto durante el trayecto en el coche, como durante la cara cena que su cocinero personal había preparado para él, como durante el set de ejercicios que hacía religiosamente antes de irse a la cama. Para él, todo lo que era legal, era justo. Incluso fingir tener memoria fotográfica porque técnicamente contaba como superpoder y el ayuntamiento daba jugosas subvenciones por ello, particularmente si uno era capaz de demostrar cómo afectaba negativamente a su vida diaria. Nadie tendría nunca ni la menor idea de que Abelardo no era asaltado constantemente por recuerdos intrusivos de tiempos pasados, y si alguien sospechaba, no sería difícil cerrarles la boca con un buen fajo de billetes.

Y de este modo se fue a dormir como cada noche, con la sensación de que todo estaba bien en el mundo.

Pachum-pachum…

Un sonido metálico llamó su atención cuando aún no había sido capaz de conciliar el sueño. Tras escuchar con atención durante un momento, se figuró que no eran más que alucinaciones hipnagógicas y cerró de nuevo los ojos.

Pachum-pachum… pachum-pachum…

O quizás no… ¿Pero qué podría hacer un sonido como ese a esas alturas de la noche? Ese sonido metálico, pesado y cargante, como…

Pachum-pachum… pachum-pachum…

Como… ¿el de unas cadenas? No… no podía ser… Había tratado en el juzgado con suficientes casos de apariciones fantasmagóricas como para saber que los fantasmas de verdad no llevaban sábanas deshilachadas y cargaban con cadenas, sino que eran más bien grabaciones en las que se había quedado estancada la consciencia de alguien de camino hacia el Infierno. Y aun así…

Pachum-pachum… pachum-pachum… pachum-pachum…

Aun así… Seguían estando en la víspera de Dadiván… Todo tipo de extraños sucesos pasaban a esas alturas del año… Quizás… ¿Quizás no sería tan extraño que un suceso como el clásico cuento de Darles Chickens tuviese parte de verdad? No… No… no podía ser…

Pachum-pachum… pachum-pachum… pachum-pachum… pachum-pachum…

Y si lo fuese… En el hipotético… en el hipotético e improbable caso de que una aparición de su pasado fuese a informarlo de la venida de tres espectros dadiveños… ¿Quién sería? Quizás… ¿Quizás su antiguo socio Hermenegildo, que falleció tras ese… trágico… accidente?

Pachum-pachum… pachum-pachum… pachum-pachum… pachum-pachum…

Sí, debía de ser o eso o que todo el éter que flotaba en el aire cerca de su casa le estaba jugando una mala pasada. Sea como fuera, no estaría de más preguntar.

—¿Hermenegildo? —dijo saliendo de la cama y encendiendo la lámpara de la mesita de noche—. ¿Eres tú?

Pachu-pachum… Pachum.

El sonido paró justo en frente de su puerta y pudo ver una ligera sombra por debajo.

—Escucha, siento mucho lo que te pasó. Jamás hubiese traído esas pirañas a la oficina si hubiese sabido que eras alérgico a ellas, de verdad. Pero si vienes en busca de venganza o a intentar que vea a no sé qué espíritus del pasado: olvídalo. Me niego a tratar asuntos de negocios fuera de mi despacho.

Como si le respondiera, la puerta se abrió de golpe y lo que vio tras ella lo aterró.

—¡Oh, Diox, no!

Vestido con un horrible traje de pellejos cosidos sobre su piel peluda, armado con un poderoso mayal de tres colas, husmeando con su hocico cruel y mirando directamente a Abelardo con sus ojillos que asomaban bajo el ribete de su gorro estaba Papá Gnol. Abelardo se quedó parado en el sitio, pero Papá Gnol arrastró un poco más su mayal para levantarlo.

Pachum…

Y lo sostuvo con ambas manos mientras dejaba soltar una horrible risita.

Abelardo apenas esquivó el primer porrazo del mayal, que le pasó por encima de la cabeza y fue a dar contra un valioso cuadro de la pared. El abogado, alimentado por adrenalina pura, logró alejarse de la bestia de un salto y arrastrarse hasta debajo de la cama. Una vez ahí se dio cuenta de que, una vez tenías más de seis años, esa no era la mejor de las ideas y que la bestia lo iba a encontrar en cualquier momento; pero la suerte quiso que Papá Gnol decidiera entretenerse más en destrozar sus muebles caros, sus dos televisores, sus obras de arte y sus fotos de vacaciones antes que ir a por él directamente.

Cuando la criatura se dirigió a la cristalera que daba al balcón para reventarla, Abelardo supo que era su momento: se arrastró de nuevo fuera de la cama e hizo un rápido sprint para meterse en el baño antes de que Papá Gnol pudiera darse siquiera la vuelta.

Una vez allí, con el corazón y los pulmones funcionando a toda potencia, sacó el móvil que tenía escondido bajo el lavabo para estas urgencias. La empresa de seguridad que vigilaba su casa le había dicho expresamente que no lidiaban con Papá Gnol, de modo que no le quedaba más recurso que llamar desesperadamente a la policía.

—Emergencias, dígame —sonó al otro lado del teléfono.

—Oiga, ha entrado en mi casa Pap|| —Paró al darse cuenta de que esas eran exactamente las palabras que necesitaba oír la policía para no ir tampoco—. Un ladrón. Hay un ladrón en mi casa. La dirección es||

—Disculpe, caballero, pero debido a un aumento estacional de la actividad canina, ahora mismo no hay unidades disponibles para atender su emergencia. Procederé a darle indicaciones de defensa personal, ¿está en la misma habitación que el intruso?

¡CRAC! El mayal chocó directamente contra la puerta, creando un abollamiento visible al otro lado.

—No, pero no por mucho tiempo.

—De acuerdo, ¿va armado el intruso?

¡CRAC! ¡CRAC! ¡CRAC!

—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

—Caballero, le ruego que mantenga la calma y responda a mi pre||

¡CRRRRRAAAACK!

La puerta del baño por fin cedió, astillándose ruidosa y lentamente, revelando el sonriente y horripilante semblante del gnol dadiveño. De la sorpresa, Abelardo dejó caer su teléfono de emergencia, que cayó directamente a la taza del baño.

—Me temo… poder ayu… en esta situ… —podía oírse al policía al otro lado del auricular y a través del agua del baño.

Abelardo no pudo sino hacerse una bola al lado del retrete mientras Papá Gnol observaba la escena con sus fríos y despiadados ojos. Al fin, decidió acercarse, con una leve, apenas sonora risita, pero que en los oídos de Abelardo sonó como el cacofónico tañir de unas campanas de iglesia siendo golpeadas repetidamente por balas de cañón. El desgastado cuero de sus botas rozó lenta y rítmicamente contra las baldosas del baño, con un leve pero incómodo crujido.

Abelardo pensó que quizás eso era retribución divina, que debería haberse portado mejor… bueno, no portado como un maldito capullo con todo el mundo. Aunque la verdad es que eso podría haberle pasado a cualquiera y simplemente él había sido particularmente desafortunado de recibir un regalo de Papá Gnol este año.

Papá Gnol agarró su mayal con fuerza, la cadena rechinando con la fuerza de una lluvia torrencial sobre un improvisado techo metálico. Y entonces…

¡SCHWIIIIIIIIING!

¡CRASSSSSSSSH!

¡PFOOOSSSSSH!

De un único golpe, el arma del gnol hizo añicos de la taza del baño, cuyos fragmentos volaron en todas las direcciones, algunos de ellos golpeando la espalda de Abelardo e hiriéndolo lentamente. El agua de la cisterna cayó estrepitosamente contra el suelo, cediendo repentinamente ante la fuerza de la gravedad.

Papá Gnol rió a carcajadas.

Abelardo se estremeció. No había nada más que pudiera hacer, así que se limitó a rezar silenciosamente por dioses en los que nunca había creído…



Era un suceso relativamente habitual en Pork, particularmente en aquellas fechas. La prensa se había pasado a sacar un par de fotos, pero la noticia no saldría en primera página ni de lejos. Básicamente toda su casa estaba en ruinas: todas la ventanas rotas, todos los muebles magullados, todos los objetos de valor que no habían sido dañados completamente ausentes (probablemente debido a mangantes no relacionados con Papá Gnol).

Y en el centro de todo esto, Abelardo. A pesar de todo, seguía con vida. Todo su cuerpo se meneaba hacia adelante y hacia atrás rítmicamente con sus calzoncillos como la única línea de vida que lo anclaba a ese árbol. Solo estaba semiconsciente, y quizás era mejor así. Aunque desde luego, se iba a llevar una buena sorpresa cuando recuperase sus plenas capacidades.

Quiso el destino que fuese así como lo encontrara Jacinto, el larguirucho becario del abogado. Tras observar y absorber el contenido de la escena, lo meditó por un breve momento, pero finalmente se decidió a sacar su móvil, hacer varias fotos comprometedoras desde distintos ángulos, y reemprender la marcha hacia su puesto de trabajo.

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